Los “expertos” en Medio Oriente no quieren que Israel gane

Antes de que el último grano de polvo se posara sobre las ruinas de las comunidades del sur de Israel, destrozadas por la barbarie de Hamás el 7 de octubre, un grupo de “expertos” en Oriente Próximo ya desplegaban sus advertencias contra cualquier intento de represalia hacia el grupo árabe palestino autor de esos crímenes. Mientras las fuerzas israelíes enfrentaban a los terroristas árabes palestinos que irrumpieron en su frontera aquel Shabat matinal, en plena Simjat Torá, estos despiadados islamistas violaron, mutilaron, torturaron y asesinaron a más de 1.200 personas, incluyendo familias completas.

Sin embargo, la preocupación dominante de la élite de la política exterior estadounidense y de la comunidad internacional no era por las víctimas ni los rehenes arrastrados a Gaza, sino por su propia comprensión de que Israel extraería severas lecciones de la más brutal masacre judía desde el Holocausto.

Al declarar el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que el objetivo de Israel tras la guerra iniciada por los terroristas el 7 de octubre era erradicar a Hamás, sus palabras fueron desestimadas como mera retórica dirigida a un público israelí en shock, no como un plan de acción real. Richard Haas, presidente emérito del Consejo de Relaciones Exteriores, habló por muchos en el establishment de política exterior el 10 de octubre -antes incluso de que Israel iniciara su ofensiva terrestre en Gaza- al advertir que derrotar a Hamás era un imposible.

Según Haas, aunque Israel podía golpear a Hamás, debía abandonar cualquier aspiración de desmantelar al grupo islamista que ha regido Gaza como un Estado de facto desde 2007. Lo describió como “una ideología tanto como una organización”, argumentando que las ideas no se pueden eliminar. A pesar del grave error de Hamás al provocar la masacre, cualquier reacción israelí estaba destinada al fracaso, enfrentándose a los desafíos militares de una campaña de guerra urbana y la tarea de desalojar a los terroristas de una vasta red de túneles. Siguiendo el discurso típico de críticas a la mayoría de las campañas de contrainsurgencia pos-Segunda Guerra Mundial, cada ataque a Hamás y a los civiles que usaban como escudos “solo engendraría más terroristas”.

Un plan en tres partes

Dos meses después de que comenzara la campaña terrestre de Israel contra Hamás, Netanyahu expuso sus objetivos de guerra en un artículo publicado en The Wall Street Journal. Según él, hay tres “requisitos previos para la paz”: la destrucción de Hamás, la desmilitarización de Gaza y la desradicalización del pueblo palestino. Pero ni la política exterior estadounidense ni su publicación favorita se tragan nada de eso. (Y, por supuesto, los israelíes anti-Bibi echan por tierra todo lo que dice, ed.).

Tres días después de la publicación de ese artículo, un artículo de portada del New York Times titulado “análisis” dejaba claro que los “expertos” siguen convencidos de que la guerra israelí contra Hamás no se puede ganar. Mientras que la mayoría de los ataques al esfuerzo bélico de Israel se han centrado en la cuestión de los cuestionables recuentos de víctimas civiles árabes palestinas, esto se trató como una cuestión secundaria. En su lugar, el artículo contenía la habitual letanía de argumentos sobre las dificultades a las que se enfrentan las tropas israelíes, la fuerza de Hamás, su capacidad para difuminarse entre la población árabe palestina y la charla sobre la campaña “radicalizando” a otra generación de jóvenes árabes.

El artículo del Times afirmaba que Hamás era similar a los talibanes de Afganistán en el sentido de que podía soportar reveses militares y aun así recuperarse. Algunos han comparado los objetivos de Israel con la exitosa campaña llevada a cabo por Estados Unidos y sus aliados para derrotar al ISIS en Irak. Sin embargo, el artículo declaraba que Hamás era más fuerte que sus compañeros islamistas y es “orgánico” para la población árabe palestina (llamados civiles no implicados cuando le conviene al Times) debido a la popularidad de su compromiso de continuar la guerra contra la “ocupación” israelí, en lugar de aceptar algún tipo de acomodo con la existencia continuada del Estado judío.

Profundizando en el problema de las Fuerzas de Defensa de Israel, la alineación de expertos citada afirmaba también que, a pesar de los evidentes progresos que había realizado en dos meses de combates, Hamás estaba lejos de estar derrotada. Y que se necesitaría mucho más tiempo, dinero y sangre de lo que el Estado judío podría gastar para erradicar a los terroristas de cada centímetro de Gaza.

La conclusión que se extrajo de esta pésima evaluación fue que los israelíes tenían que reconocer su derrota y, como escribió la semana pasada el columnista Thomas L. Friedman, principal defensor de Netanyahu en el Times, los israelíes tienen que darse cuenta de que sus tres objetivos no son realistas. Deben, cacareó, empaquetar sus tropas, abandonar Gaza y “volver a casa”. Y si los israelíes no lo hacen pronto, entonces el presidente Joe Biden debería aplicar un poco de “amor duro” y obligarles. Sugirió que Estados Unidos, tal y como Friedman lleva pidiendo toda su carrera, utilice toda su influencia para obligar a Israel a aceptar la derrota y un nuevo proceso de paz que dé lugar a la existencia de un Estado palestino que acabe con el problema de una vez por todas.

Los escépticos tienen razón en que Las FDI están aún muy lejos de la victoria completa en Gaza. Es probable que Hamás cuente aún con fuerzas considerables capaces de luchar en las partes de la red de túneles que aún no han sido destruidas por los israelíes. Nadie en el ejército israelí se hacía ilusiones de que el problema de eliminar a un enemigo atrincherado a tanta profundidad y que llevaba años preparándose para un enfrentamiento de este tipo se resolvería rápidamente. Además -y a pesar de las constantes quejas de la comunidad internacional y de la administración Biden- el cuidado que ponen las FDI en tratar de evitar en lo posible las bajas civiles ha ralentizado la campaña y expuesto a las tropas israelíes al peligro, razón por la cual el número de bajas ha sido tan elevado en las últimas semanas (no en comparación con otras guerras terrestres de Israel, sin embargo, ed.).

Sobreestimar y malinterpretar a Hamás

La idea de que el complejo de túneles de Gaza es una fortaleza inexpugnable que no puede ser destruida o que los hombres armados de Hamás son tan hábiles, audaces e inteligentes que no pueden ser asesinados o capturados en la pequeña zona geográfica (que se reduce cada semana) en la que están escondidos no tiene sentido.

Es más, quienes esgrimen tales argumentos no están, como afirman, hablando simplemente con la sabiduría adquirida tras décadas de fallidas campañas de contrainsurgencia por parte de ejércitos occidentales contra grupos locales populares.

Por el contrario, están confundiendo la guerra de los árabes palestinos para destruir Israel con una insurgencia convencional contra un ocupante extranjero, a pesar de que esa es la forma en que esta lucha ha sido falsamente enmarcada por la prensa corporativa occidental durante décadas.

Sus motivos para esgrimir tales argumentos tampoco son sinceros. Llevan una generación sosteniendo que la única solución al conflicto es el compromiso territorial y la creación de un Estado palestino. No tienen ni idea del significado del asalto de Hamás del 7 de octubre, como tampoco la tenían de las ofensivas terroristas lanzadas por el jefe de la OLP, Yaser Arafat, en respuesta a los Acuerdos de Oslo y a la oferta conjunta de Estados Unidos e Israel de crear un Estado y dar la paz a los árabes palestinos en 2000.

Se niegan a aceptar que una victoria militar israelí no solo es posible, sino deseable, porque hacerlo sería admitir que personas como Haas y Friedman han estado equivocadas todo el tiempo, al igual que antiguos expertos y generales israelíes. Lo mismo puede decirse de los diplomáticos y políticos, como Biden, que se han pasado toda su carrera afirmando que la fórmula para la paz es presionar a Israel para que haga concesiones a los árabes palestinos.

Las secuelas del 7 de octubre deberían haber sido un momento en el que la clase dirigente tuviera que detenerse y admitir que se había equivocado.

En los últimos 75 años, los árabes palestinos han rechazado todas las ofertas de paz que les hubieran permitido tener un Estado. Y eso no es porque, en la memorable frase del estadista israelí Abba Eban, “nunca pierden la oportunidad de perder una oportunidad”. Es porque no ven una paz que les daría un Estado como una “oportunidad” si significa aceptar la legitimidad o incluso la existencia de un Estado judío, sin importar dónde se tracen las fronteras de Israel. El 7 de octubre fue -como los atentados suicidas y otros ejemplos de terrorismo árabe palestino que se lanzaron en otoño de 2000- un indicio de las intenciones de los árabes palestinos, no una frustración por unas negociaciones que no habían tenido éxito.

Israel tampoco puede simplemente hacer las maletas y marcharse como hicieron los estadounidenses en Afganistán, Irak y hace casi 50 años en Vietnam. Gaza no está al otro lado del mundo de Israel. Está al lado, y la política de permitir a Hamás mantener su capacidad militar -una cuestión de consenso entre el estamento militar y de inteligencia de Israel, y apoyada por los líderes de la oposición así como por Netanyahu- fue un error fatal. Hamás nunca iba a conformarse con ser los señores de una tiranía islamista en la Franja de Gaza, ni siquiera con intentar extender su hegemonía algún día a Judea y Samaria.

La guerra actual no fue causada por la “ocupación” israelí de Gaza simplemente porque no estaba ocupada el 6 de octubre.

Los israelíes retiraron todos los asentamientos, colonos y soldados de Gaza en el verano de 2005 con la vana esperanza de que, si no daban a los árabes palestinos la oportunidad de construir su propio régimen en paz, al menos contendrían el conflicto. El objetivo de Hamás el 7 de octubre no era avanzar en la solución de dos Estados que sus rivales de Al Fatah, supuestamente más moderados, han rechazado repetidamente. Se trataba de continuar y ganar la guerra centenaria de los árabes contra el sionismo, en la que esperaban hacer retroceder el reloj, eliminar a Israel y masacrar a su población. Y cometer matanzas masivas del pueblo judío sigue siendo popular entre los árabes palestinos, como muestran sus propias encuestas incluso después del 7 de octubre y las consecuencias posteriores para la población de Gaza.

Por eso Netanyahu tiene razón al hablar no sólo de desmilitarizar Gaza -algo que, les guste o no a los israelíes, requerirá la presencia continuada de las FDI allí en un futuro previsible- sino de desradicalizar a los árabes palestinos. Los expertos se preocupan por la futura radicalización de los árabes palestinos causada por la guerra actual. Pero no explican cuánto más radicalizados pueden llegar a estar los árabes palestinos si la generación actual es capaz no sólo de llevar a cabo las atrocidades incalificables del 7 de octubre, sino de aplaudirlas y considerarlas como una “orgullosa victoria” del nacionalismo árabe palestino.

No es una insurgencia convencional

Las FDI estarían en un error si el objetivo fuera, como en otras contrainsurgencias, ganar los “corazones y mentes” de los árabes palestinos. Pero enmarcar la guerra en este contexto es un error. Por mucho que Hamás intente sobrevivir, y en última instancia ganar, mediante la guerra de guerrillas, la situación en Gaza se parece mucho más a la de Berlín en 1945 que a los conflictos de Irak o Afganistán.

Como han dejado claro los árabes palestinos, no se trata de una guerra entre ocupantes y ocupados, sino de una guerra existencial entre dos naciones.

Hamás no es ni más ni menos una idea que el Partido Nacional Socialista de Adolf Hitler. Y solo puede ser destruido del mismo modo que los nazis fueron borrados del mapa: mediante su completa derrota militar y la comprensión por parte de los palestinos de que, al igual que los alemanes, necesitan abandonar los delirios y la ideología genocida de sus líderes si esperan tener algún atisbo de vida normal. Los árabes palestinos deben renunciar a una concepción de su identidad nacional que está inextricablemente ligada al odio a los judíos y a negarles un Estado en su antigua patria.

Los realistas que afirman que Israel no puede ganar esta guerra no sólo están señalando la dificultad reconocida del problema militar de Israel, que acabará superando. En realidad están argumentando que no se debe permitir que Israel gane porque al hacerlo demostrará que sus formulaciones sobre la imposición de una solución de dos Estados en la región fue un error desastroso y costoso.

A estas alturas de la campaña, Israel sigue estando muy lejos de la victoria, e incluso después de conseguirla, los objetivos de desradicalización de Netanyahu llevarán mucho más tiempo. Si Biden sucumbiera a la presión del ala interseccional antisemita de su Partido Demócrata y cortara el flujo de armas y se uniera a la comunidad internacional en la condena de la guerra -pasos que, afortunadamente, no ha dado, aunque hable por los dos lados de la boca sobre el tema-, entonces una victoria israelí podría ser imposible.

Pero cualquiera que desee realmente la paz debería rechazar la cansina repetición de políticas fracasadas por parte de gente como Haas y Friedman, y alentar la consecución de los objetivos del primer ministro israelí.

El solo camino hacia la paz pasa por un final decisivo de la guerra que obligue a los árabes palestinos a replantearse sus objetivos. Cualquier otra cosa sólo condenará a judíos y árabes a otra generación de conflictos sangrientos e inútiles.

Sobre el autor: Jonathan S. Tobin es redactor jefe de JNS (Jewish News Syndicate). Sígale en @jonathans_tobin.

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